Ana Luisa Molina y el primer Kinder de Jericó

Ana Luisa tiene 92 años y vive en Jericó. Su casa está pintada de amarillo y verde, tiene cortinas de piso a techo, materas florecidas de curazaos, muchos Cristos en la pared, un patio central y dos pisos. En el primer piso tiene una habitación con pupitres, sillas y objetos que usaba en su Kinder… el primer Kinder de Jericó.

Ana Luisa  ​​se graduó en la primera promoción de Maestras Rurales de la Escuela Normal de Señoritas y empezó a trabajar como maestra en Aguadas, luego se enamoró y pausó su profesión unos años para casarse y tener 10 hijos con Bernardo, a quien amó con toda su alma y corazón. En enero del año 1965, su hija menor murió y un mes después lo hizo su esposo. Ese sería el día en el que todo su destino cambiaría. Ana Luisa tuvo que mudarse con mucha tristeza del campo a Jericó con todos sus hijos pequeños y rematar su casa para pagar sus deudas. En 1969 su situación económica la impulsó a pensar en construir un Kinder en el patio de su casa para los niños de Jericó. Fue a la Alcaldía a pedir permiso y el alcalde se lo concedió, además de donarle tableros, pupitres y tizas. Luego, el sacerdote de ese entonces le dio su bendición y prometió anunciar su Kinder en los avisos parroquiales. También le pidió nombrarlo “Kinder Pablo VI”, que sería el santo que regiría los destinos de la iglesia por esos años.

Sus estudiantes fueron casi como sus hijos, los ayudó a trazar sus primeras letras, a sumar naranjas, flores y limones, a escribir planas de números hasta el 100, les dio nociones de lo que era Dios, la Santísima Virgen, las normas de urbanidad, de higiene y compañerismo, y les dio clases de geometría, dibujo, canto, matemáticas, ciencias naturales, lenguaje e historia sagrada. Ella creó cuaderno de matrículas, reglas de comportamiento, división de horarios, preparador de clases, control de disciplina, libro de estudio, cancionero con rondas para el recreo, ejercicios de gimnasia, y hasta se imaginó cómo iban a ser sus salidas de campo y salidas por el vecindario… Los niños llegaban tímidos y bien peinados desde las 8 a. m. y ella admite que les daba más cariño a quienes se sentían tristes de dejar por unas horas a su mamá. Lo más importante para ella era entrar en la imaginación de los chiquitos para entender sus pensamientos, proponerles unos nuevos y acompañarlos con amor en su paso hacia la escuela.

Estar en su kinder costaba 10 pesos a la semana, algunos padres muy pobres no podían pagarlos y sus hijos entraban gratis, y otros al contrario pagan más de 10 pesos porque les parecía muy poco.

Su Kinder tuvo que cerrarlo por el mal estado de las escaleras en 1978, sin embargo cientos de niños, hoy en día adultos Jericoanos conservan memorias del Kinder que permanecerán por el resto de sus vidas. Ana Luisa escribió un libro llamado El Kinder Pablo VI, recuerdos de una maestra, con varios de sus testimonios, uno es el de Jaime Mejia Ocampo que cuenta que en un paseo de Kinder le dio su primer besito a una niña… Ahora Ana Luisa también es miembro correspondiente del Centro de Historia de Jericó, y fue una de las protagonistas de una película llamada Jericó,  el infinito  vuelo de los días, dirigida por Catalina Mesa.

Conocer esta maestra, es tener de frente el significado de la  ternura, la prudencia, el recato, la paciencia, la tranquilidad, y entrar en su casa, es perderse en un mundo de historias que dirigen en su mayoría las dos hijas que la cuidan, ambas con una personalidad muy opuesta a la de Ana; alborotadas, dicharacheras y bullosas…  Tanto así, que cuando llegamos a su casa, después de haberle puesto traje y labial fucsia a su madre, empezaron a revolotear por todos lados, alzando la voz, sacando libros y fotos, regañando sin motivo a diestra y siniestra y coqueteandole al conductor que nos acompañaba ese día. Ana Luisa con mucha calma nos secreteó, que no les paramos bolas, que era que se ponían nerviosas y un poquito… celosas.

Ana Luisa para Jericó es ejemplo y virtud de dedicación y consagración al arte de enseñar, pero también de aprender que lo más importante como dice ella es tener “talento en la mente y bondad de corazón”.  

ÓSCAR URREGO: Amor de arriero

Mientras caminábamos por Urrao, nos llamó la atención una casona verde de balcones con costales, cuerdas y zurriagos, y un pendón colgado de una mula y un campesino: la Posada del Arriero. Adentro estaba Óscar Urrego, el dueño del local, así que como es típico de nosotros: le pusimos conversa.

Nos contó que su oficio de arriero lo aprendió desde muy niño, con sus mulas caminaba largos trayectos, con un máximo de 17 mulas, cruzaba montañas nunca antes pisadas, llegaba al Chocó y podía tocar el mar… Se fue animando la cosa y empezó a mostrarnos los secretos dentro de su carriel, que antes pertenecía a su padre y puede tener más de unos 100 años. En el conserva lo que tradicionalmente guarda un arriero: un totumo para tomar agua de río en el camino, unos dados para jugar entre amigos al terminar la tarde, remedios para las mulas, una “contra” o antibrujería con colas de gurre y colmillos de tigre y fotos de sus seres queridos, entre las que conservaba una foto de su esposa: Doña Hortensia Restrepo, a la que lleva amando 76 años, sin parar ni un solo día de los meses en los que Óscar estaba de viaje al lomo de su mula… Se fue atreviendo un poquito más y nos enseñó una de las cartas que le dio ella cuando apenas eran unos «sardinos», con beso marcado, flores pegadas y un cachito de cabello para que en sus viajes nunca se olvidara de ella. Así de picante es uno de sus fragmentos:

 Amor mío,  cuidado me cambias por otra, que a vos en tus andanzas te resultan muchas mugrosas por hay (sic) porque como vos sos tan papito, no falta quién te pique el ojo.

Cuídate pues que vos no sos sino para mí.

Asta (sic) luego amorsito (sic) mío,

Que Dios te acompañe y que la virgen del Carmen te de la bendición.

Hasta muy lijero (sic) Te espero.

La niña de tus ojos.


Esta es una pareja longeva de Urrao, un amor que no se rindió a la distancia, ni el tiempo, para el que el camino fue el sustento y la ilusión del siempre volver.

¡Saque la olla!

Wilmar, no es Tamesino. Nació en Medellín, en medio de una época violenta y trágica para su comuna Robledo. A dos de sus hermanos los mataron en riñas del barrio y el más joven de ellos, con solo 13 años, recibió una bala del fuego cruzado entre bandas. Una situación que a Wilmar le partió tanto el corazón que prometió no volver a confiar en la gente,  le perdió el gusto a todo y en su estómago solo sentía el impulso de moverse y empezar otra vida lejos.  Algo le decía que si no lo hacía a la cuenta de hermanos perdidos iba a sumarse él.

Así que dejó su trabajo como conductor y junto a su novia, aún con mucha incertidumbre, tomó un bus con parada en Támesis, a la casa de su suegro.  Se instalaron unos meses en la casa del suegro y como a Wilmar no le gustaba quedarse de balde, se pensó una manera de conseguir su sustento: compró una moto de segunda, le montó una estructura para 4 tinajas que llevarían adentro mazarramorra, claro y bocadillo e inició su negocio. Su idea era vender un productazo sin ánimo de pérdida.

Entonces él llegaba calle por calle y gritaba: “Saaque la ollaaa” y a eso le agregaba algunas rimas poco complejas. Apenas cantó su primer pregón, Támesis lo abrazó con tanto cariño, que recuperó la esperanza en la gente y ya nunca se quiso ir. Le iba tan bien que a su oficina móvil le puso un altavoz y buscó reproducir unas trovas que lo acompañaran en su jornada, mientras él podía descansar la voz.

En Támesis han nacido muchos trovadores que ahora son de talla internacional uno de ellos es Fabian Franco más conocido como Cacao. Fue así que Wilmar le dijo a Cacao que le compusiera una trova y Cacao ni corto ni perezoso. La trova dice algo así:

Oído pueblo, que llegó Wilmar, ¡saque la olla!

Les traigo la mazamorra más sabrosa y exquisita

para jóvenes y niñas,

para abuelos y abuelitas,

con postre o con gelatina,  

la mazamorra lo espera,

con panela o con bocadillo

es un manjar de primera,

Saque la olla doña Rosa,

Maria, Julia y Fabiola,

Carmelo, Isa, Filomena,

Gabriela y Magola…  

y así con cada nombre de sus usuarias en la cuadra.

Saque la olla es un personaje muy querido en todo el pueblo, tanto que hasta le pintaron un mural en su honor en una de las calles.  Su mazamorra, más que un producto delicioso, se ha convertido en su acto de reconciliación con la humanidad que le escondió la esperanza para que la encontrara en Támesis.

SARA YA PUEDE TOMAR CAFÉ

La primera vez que Sara Rojas recorrió un cafetal, sus papás ni siquiera la dejaban tomar café. Desde muy niña estaba acostumbrada a que sus vacaciones fueran en Venecia, Antioquia, en los cafetales donde sembraban sus abuelos y los abuelos de sus abuelos… mientras jugaba y dibujaba por sus senderos Sara se daba cuenta del trabajo, el tiempo y la paciencia que se le podía dedicar a un grano. Un grano. ¿Qué tenía de especial un grano?  

Sara se convirtió en adulta: se graduó en Diseño Gráfico y ya podía tomar café. Y en algún momento cuando volvió a Venecia, a los mismos cafetales de su niñez, no volvió a hacerse la misma pregunta: esos granos ya tendrían mucho más sentido.  Sería en ese momento, de su retorno a Venecia, en el que se habría dado cuenta que sus abuelos no sólo le habían heredado los ojos o el genio, también un amor para toda la vida que aprendería a fusionar con su creatividad, y su manera de imaginar y hacer las cosas.  Entonces quiso volver marca los granos que conoció toda su vida, dibujó su logo, hizo el branding, diseñó etiquetas y empezó a buscar mil maneras mostrar el café especial que se cultivaba allá, para Venecia y para el mundo.

Buscó puesto en una feria de las fiestas del pueblo, decoró su stand de la manera más creativa y empezó a creerse un sueño llamado La Graciela, Café, igual al nombre de los cafetales donde creció. A los locales les gustó tanto su puesto que las fiestas pasaron y ella se quedó con su mismo stand decorado por varios sitios del pueblo, hasta que montó su primera tienda y luego un restaurante.

Su café nos lo recomendaron cuando llegamos a Venecia, no solo por su sabor, sino porque esa jovencita, diseñadora gráfica, estaba haciendo un hito en el pueblo, reuniendo a los pequeños productores del municipio,  ayudando a mejorar la calidad de sus cultivos y generándoles más ingresos.  También en su restaurante venden el plato típico del pueblo: La Montaña Sagrada, ruedas de cerdo con una hoja puntiaguda como el Cerro Tusa en la que hay un puré plátano, lo acompañan buñuelos de yuca y vegetales, todo con ingredientes comprados directamente a agricultores del municipio.

Cuando visites Venecia pidele un café y saludala con confianza.

FREDY, HILANDO FINO

De entrada se intuye que es un hombre alegre, que gusta de contar sus historias y conversar con locales y turistas

Se nota que no es santafereño; lo delata su acento.

Nació en Barrancabermeja y desde niño sintió fascinación por los hippies nómadas que hacen manillas, y son parte indispensable del paisaje de tantos centros urbanos con sus puestos callejeros que montan y desmontan cada día. Se les acercaba, les conversaba, observaba, preguntaba y aprendió de ellos.

Se dice que los santafereños de la época colonial ya se dedicaban a la joyería, y que los artesanos del oro fueron implementando la técnica de la filigrana introducida por los españoles, quienes a su vez la habían aprendido de los árabes. Sin embargo, los hoy guardianes de la tradición suelen referenciar a Jorge Olarte, “el Maestrico”, como el prócer contemporáneo del oficio. Un artesano del siglo pasado que creó el tradicional nudo de hilos entorchados característico en la filigrana antioqueña. Así mismo, a diferencia de la filigrana momposina, en la que los hilos de plata y oro suelen ser torcidos y enrollados para crear formas como el tomatillo, en la de Santa Fe de Antioquia predomina el tejido con agujas para crear los característicos nudo y estropajo, presentes en la mayoría de alhajas, que toman forma de anillos, aretes, pulseras y cadenas.

Fredy Osorno es hoy uno de los artesanos de la Asociación de Filigrana de Santa Fé de Antioquia. “Llegué al municipio hace más de 17 años trabajando para una empresa de chance y me quedé. Después de un tiempo, al ver que la filigrana era tan popular aquí, me interesó retomar el trabajo manual que tanto me había fascinado de niño, que se me da bien, y entonces decidí aprender este oficio”.  

En aquel entonces no había un grupo constituido en torno al oficio, ningún tipo de asociatividad. Fredy comenzó a estudiar y practicar este arte de la mano de otros maestros y un día una señora de abolengo le encargó un anillo. Fue su primera venta, se dio cuenta que tenía talento y que además lo disfrutaba. A uno no le queda ninguna duda cuando, en el taller de la Asociación, Fredy explica pausadamente, con gusto, embelesado por la tarea, el proceso paso a paso. “La terminación de una sola pieza puede tardar varios días. A mí no me gusta trabajar de afán, las pocas veces que me he sentido presionado para entregar una joya algo sale mal. Esto hay que hacerlo con tranquilidad, eso es lo más importante” dice mientras con la pinza en  su mano logra que un hilo muy delgado de oro encaje en un molde con forma de colibrí.

Hace varios años Fredy y otros aprendices del oficio se juntaron y decidieron crear la Asociación, un espacio pensado para el encuentro de los artesanos, la formación de nuevos pupilos, y la venta de los productos. Hoy día abren las puertas de su taller para grupos muy pequeños, con el objetivo de realizar talleres en los que los visitantes puedan acercarse al oficio de forma vivencial y llevarse su propia pieza.

DON HENRY, OTRO PUENTE


No muchos saben que al otro lado del puente, en la orilla opuesta a Santa Fé de Antioquia, comienza oficialmente Olaya. La plazoleta de puestos y casetas que hay justo después de cruzar el puente, es la puerta de entrada que sus habitantes reconocen como emblemática y, quienes atienden los toldos los primeros anfitriones del municipio.

“Nadie puede pensarse como una isla, aquí cualquiera de nosotros solo ya no estaba”. Lo dice Henry Roldán con conocimiento de causa. Oriundo de Liborina, fue el primer comerciante que llegó aquí. Corría el año 1995 y se conmemoraba el primer centenario de la inauguración del Puente de Occidente.

En su tienda-restaurante encontramos un espacio acogedor e ideal para sentarse y disfrutar de una bebida refrescante y algo para picar o mecatear, pero la especialidad de la casa son el Guaramindo y el Guarayá.

“El tamarindo es un árbol muy común en la región, la fruta más tradicional del occidente antioqueño, muy especial de tierras calientes, de origen africano, es una fruta muy buena para los jugos, muy refrescante y tiene muchas propiedades medicinales y curativas”, nos cuenta sentado en su tienda.

Henry tiene un trapiche donde se muelen la caña y se fusiona con varias frutas como maracuyá, tamarindo, e incluso café. Cuenta Don Henry que está idea le llegó pues quería que el tamarindo cobrará protagonismo y fuera un atractivo para los turistas, y fue durante la pandemia por covid-19 que pudo materializar la idea. Después de varios experimentos, encontró que saborizar el guarapo de caña con tamarindo era todo un éxito, y luego vino el sabor a maracuyá, que tuvo casi la misma acogida. De esta manera nacieron el Guaramindo y el Guarayá.

En Liborina, su pueblo natal, Henry tiene un ecohotel donde desde hace varios años recibe a visitantes locales y extranjeros. Pero no sólo allí ha sido anfitrión: durante un buen tiempo, fue guía de las personas que llegaban al lado olayense del puente. Henry es tecnólogo en guianza turística y el líder de la Asociación de venteros estacionarios del Puente de Occidente, ASOVEPO, creada hace ya más de 20 años, así que cumple el rol de anfitrión con amor y destreza.  

De momento, Henry disfruta del éxito de sus refrescantes y deliciosas bebidas, que se disparó cuando a finales del año 2020 un viajero que recorre Antioquia en bicicleta, popular protagonista de un programa documental de la principal cadena de televisión regional, pasó por aquí a degustar el Guaramindo y lo recomendó sin dudas a su audiencia. Sin embargo, no descarta la posibilidad de volver a ejercer la guianza en un futuro cercano y, sobre todo, poder contarle a los que se arriman hasta los puestos estacionarios del puente de occidente que, sólo unos pocos kilómetros más adentro, aguarda un territorio maravilloso y lleno de sorpresas llamado Olaya.

LA VIDA LÁCTEA

Eran 11 hijos, 6 hombres y 5 mujeres. Vivían todos en la finca familiar, hoy llamada La Ranchera, donde se sembraba maíz, frijol, papa, arveja, frutas y hortalizas. Hasta que un día, una importante empresa lechera llegó al municipio y lo cambió todo.

“Donde usted siembra un bulto de papa, te comen 4 vacas”, dice Carlos Bedoya.

Carlos, hombre emprendedor y hospitalario, es uno de esos hijos y empezó con el negocio lechero hace más de un cuarto de siglo en la porción de finca que le dejó su papá. Al principio, con 4 vaquitas que producían unos 30 litros diarios. Hoy son 700.

Hace unos años, aquella empresa famosa pasó por una crisis y recortó el número de litros que recibía a cada productor. Carlos y su familia empezaron a tener un excedente de cerca de 200 litros diarios, y decidieron ponerse creativos: así nacieron las “quesadillas”, bolitas de queso rellenas de arequipe, hoy el producto insignia de Lácteos Susy.

Aquello coincidió con unas Fiestas de la Leche y sus Derivados, las principales del municipio, y pidieron permiso al alcalde de entonces para vender su reciente creación. El éxito fue rotundo.

“Mi hija se llama Susy, de ahí el nombre”, cuenta Carlos, sereno y alegre. El volumen de producción hizo que tuvieran que estandarizar el proceso de empaquetado y también hacer un desarrollo de marca.

Después de 3 años los clientes empezaron a manifestar curiosidad e interés por comprarles otros productos; la familia se puso manos a la obra con nuevos ensayos culinarios y de ellos nacieron el quesito, la cuajada y la mantequilla envueltos en hoja, el hilado ó siete cueros, el queso ricotta, las brevas con queso y el arequipe.

“Mi objetivo a día de hoy es transformar toda la leche que produzco”, se proyecta. También nos cuenta que durante la cuarentena en el 2020 se vieron obligados a salir a la carretera a vender sus productos. Un día, una familia numerosa que pasaba en sus vehículos le preguntó si podía indicarles un lugar campestre cercano donde almorzar. Carlos les ofreció su finca, y aquella tarde una de sus vacas inició trabajo de parto. El grupo quedó maravillado con la experiencia, y a Carlos se le ocurrió que abrir las puertas de su pequeño y entrañable paraíso para el disfrute de los visitantes sería una buena idea. Tiene una experiencia para ofrecer en torno a la producción de la leche y la degustación de deliciosos productos obtenidos a partir de su transformación, un bosque nativo para trazar un sendero ecológico con señalización interpretativa, y también el deseo de convertir su hermosa finca en alojamiento.

Será un magnífico anfitrión, sin ninguna duda.

SIMPLEMENTE, DON JULIO

Son las 11 de la noche y el bar está próximo a cerrar. Venimos porque todas las personas con las que hablamos mencionaron este lugar y especialmente a su propietario.

Uno lo escucha y, a pesar de su hablar pausado, con palabras lentas y bien moduladas, intuye en él a un hombre entusiasta. Don Julio nos cuenta que estudió pedagogía y fue profesor durante buena parte de su vida. Santarrosano de nacimiento, hace muchos años, 23 para ser exactos, compró en el municipio una heladería llamada Claro de Luna, hoy su querido El Mojicón. Poco más nos cuenta, porque es tarde y hora de echar llave al negocio.  

Al día siguiente, regresamos, esta vez con más tiempo, hay mucho de qué hablar. “¿Cómo está, Señor Alcalde?”, lo saludamos cariñosamente. Resulta que Don Julio nos contó que trabajó en la Secretaría de Agricultura de Yarumal, donde fue Director de la Umata. Lo que obvió mencionar es que allí fue alcalde, como lo fue también en Santa Rosa. La sencillez y la discreción, nos damos cuenta, también lo definen.

El Mojicón, nombre que ahora lleva su rincón predilecto, es una canción infantil que cantaba a sus alumnos desde su primer trabajo como docente en el Colegio La Salle de Envigado. “Yo no me explico porqué no fui músico”, responde cuando le consultamos por las varias guitarras que cuelgan del techo, y nos cuenta que en su familia hubo quienes tocaron el tiple y la guitarra, que él lo intentó, pero al final no tuvo la constancia suficiente. En el espacio también cuelgan o reposan sobre estanterías cacerolas, sillas de montar, aperos, carrieles, máquinas de escribir, un gramófono, fotografías, y una lista interminable de objetos variopintos.

En el fondo suena un tango, y le preguntamos si este es su género preferido. Nos dice que no; “yo quiero mucho la música colombiana especialmente, del vallenato hasta el joropo”, a la vez que nos cuenta que su objeto favorito entre los cientos, miles que tiene dispuestos en este rincón es su vitrola. Don Julio, melómano, coleccionista de todo, tiene en su haber más de 3000 discos de vinilo. Poco más para decir al respecto.

Hablando como estamos de todo un poco, le contamos nosotros que andamos recorriendo Antioquia y que nos hemos encontrado con un montón de gente maravillosa, que todo el tiempo nos estamos sorprendiendo, como cuando en Sonsón nos enteramos de que había un grupo de bullerengue llamado Yimalá; le mostramos uno de sus videos en youtube y a él se le nota la alegría, aunque un gesto en su rostro, apenas perceptible, deja entrever un deje de nostalgia; confiesa que “le hubiera gustado dedicar más tiempo a recorrer su departamento”. Amante de la vida como es, uno podría apostar sin miedo a que lo hará.

Marino Arroyave: “SI UNO TIENE EL DON DE LA PALABRA, PARA QUÉ PLATA EN EL BOLSILLO”

Marino Arroyave no es historiador, “pero al menos lo intento”, dice él. En cualquier caso, es un magnífico contador de historias. Desde que era niño devoraba libros. A los 12 años estudió locución y periodismo por cuenta propia, pero por ser menor de edad no lo dejaban trabajar en la emisora del pueblo. Para cortar el problema de raíz, le envió una carta al entonces presidente, Misael Pastrana Borrero, solicitándole formalmente que hicieran una excepción. El presidente le contestó, o al menos eso cuenta él; el hecho es que finalmente logró que lo aceptaran en la emisora.

Desde entonces, ha participado activamente en la vida social y comunitaria del municipio: fue director del canal de televisión y trabajó en diferentes cargos públicos. En la época de la violencia, que azotó de forma tan fuerte a esta tierra, Marino aparecía con micrófono desde el balcón de la Alcaldía para sosegar a los habitantes. En una visita reciente que hicieron miembros de un grupo de investigación de la Universidad de Antioquia, le dijeron que era uno de los 3 costumbristas que quedaban en Antioquia. Aunque al escucharlo contar anécdotas y declamar poemas uno siente que está viendo una obra de teatro, Marino no está actuando: lo suyo no es una puesta en escena, sino su esencia misma en acción. Por eso se define como poeta, y su habitual uso del sombrero, la ruana y el carriel no es una impostura, sino la pinta que más le gusta y que más refleja su personalidad y deseo de conservar la tradición.  

A día de hoy, ya no ejerce ningún cargo oficial, pero su legitimidad sigue intacta. “Su Facebook es como el periódico de Sonsón”, nos cuentan varios miembros de la Casa de la Cultura. Y realmente lo es: en su perfil, Marino publica toda la actualidad y “avisos parroquiales” del municipio. En todo lo que hace, se nota su sentido de apropiación y lo mucho que quiere a su gente.

UNA FAMILIA ORGÁNICA

Fanny es la mamá de Cristina y Andrés, y la abuela de Dante. Es una mujer que irradia luz, un don que heredó a sus hijos y nietos. Quizás por eso todo lo que siembran en El Herbolario crece en abundancia, lleno de vida y color.

Fanny nos recibe con mucha hospitalidad y, mientras empezamos a conversar al calor de un té nos cuenta la historia de este proyecto familiar: “Todos vivíamos en Medellín, pero teníamos raíces en La Unión, además de un terreno. Un día, Andrés decidió que quería irse a vivir al campo y emprender en el agro. Yo decidí acompañarlo, y le propuse a Cris que nos viniéramos todos juntos”.

A Cristina, en principio, la idea se le hizo extraña, sobre todo porque se preguntaba a qué podía dedicarse en este nuevo escenario después de una vida citadina. En cualquier caso, decidieron aventurarse y, mientras Andrés probaba suerte con algunos emprendimientos, Cristina empezó sus estudios de Técnica Agrónoma en la sede del Sena de Oriente. Aquí se enamoró doblemente: del campo y sus posibilidades, y de quien es hoy su esposo, con quien finalmente decidieron dar vida a El Herbolario, un proyecto de agricultura consciente, libre de tóxicos, basado en un modelo que han querido nombrar como biorracional (vida + uso de la razón).

Cristina afirma que este tipo de proyectos no son una moda, al contrario, son la vuelta al origen, a la agricultura ancestral, a la forma en que comían nuestros abuelos después de un paréntesis de amnesia sociocultural en cuanto a la forma correcta y saludable de alimentarnos. Venden directamente, eliminando los intermediarios y no matan las poblaciones de insectos, sino que las regulan con métodos naturales.

En la huerta pueden encontrarse todo tipo de frutas, vegetales, especias y hierbas aromáticas que Fanny nos va a enseñando y en algunos casos tomamos de las plantas para probar o intentar descifrar qué son. Con inmensa sencillez, nos dice que ella “intenta transmitir lo poquito que sabe”

Además de nosotros, los otros personajes privilegiados que son testigos de la vida que nace a borbotones son las gallinas, que aquí son mascotas y por eso, como dice Fanny, “hay que consentirlas”. Todos los días les prepara un menú gourmet que va desde ensaladas de la propia huerta hasta papita cocinada. Son gallinas mimadas y felices, y se nota en el tamaño de los huevos que ponen.

El Herbolario y esta hermosa familia nos recuerdan que la salud parte de la consciencia, y esta se recupera en la medida en que nos reconectamos con nuestras raíces.